martes, 27 de mayo de 2014
EL GENIO DE SHAKESPEARE
‘Macbeth’: un montaje acerca del poder
Por Carlos Rivas
Es posible que Macbeth sea la obra más política de
Shakespeare, pero de lo que no cabe duda es de que es la más divertida,
original y misteriosa. Tiene brujas, fantasmas, muertos que caminan,
asesinatos, decapitaciones y traición. Pero si algo la hace perfecta es que todos
estos oscuros atributos vienen de la mano de la pareja más ambiciosa e
inescrupulosa que el teatro haya creado jamás.
Macbeth y su esposa son un perfecto artefacto político cuyo
único alimento es una voraz ambición acumulativa de poder, sin otro proyecto
que la autosatisfacción narcisista. El trono constituye para ellos la vacua
aspiración de poseerlo per se, como plataforma de consagración hacia su
beneficio material y su vidriera social. Dicho de otro modo: exactamente lo
opuesto de lo que supone ser un “buen rey”, orientado a la paz interior, la
concordia y el bien común, que lo hace merecedor del respetuoso cariño de todo
su pueblo.
A estos impostores del poder no se los puede, a mi entender,
analizar como individuos. Shakespeare ha creado un extraño organismo bifronte
organizado morfológicamente como un ser dual; son una especie de siameses
adheridos entre sí por un pegamento inviolable: la ambición de tenerlo todo. Y
para conseguirlo utilizan la mentira como arma predilecta, perfeccionada y
acompañada de una excelsa hipocresía en sus comportamientos públicos.
“Mostremos el más grandioso espectáculo hipócrita de estas épocas: la máscara
amable de un rostro falso, para ocultar lo que sabe un corazón falso”. Estas
palabras salen de boca del propio Macbeth, recién convencido por su esposa para
asaltar el poder y engañar a la opinión pública.
Juntos constituyen la fascinante creación de un genio, que
supera a cualquier otra pareja del teatro shakespeareano, como una especie de
“lado oscuro” de Romeo y Julieta. Son la manifestación de una corriente
eléctrica de doble vía, que se mueve siempre hacia delante con la ceguera
deslumbrante que les inyecta el poder. Jamás retroceden y, cuando uno vislumbra
la menor duda, el otro lo espolea con la crudísima brutalidad de un idiota
insensato. Y ese es otro aspecto que resulta fascinante, ya que son dos seres
perfectamente brutos, frívolos y carentes de profundidad espiritual. El buen
Hamlet, con sus escrúpulos éticos y su sensibilidad artística, sería
atropellado por Macbeth en la cola de la caja del supermercado cayendo de
bruces sobre la góndola de los lácteos, ante la sonrisa estúpidamente socarrona
de la parejita real escocesa que le quita el lugar. No hay nobleza en Macbeth y
su esposa; son demasiado parecidos a un goleador argentino en el fútbol
italiano y su novia semiporno. Sólo que estos son inofensivos y de su banalidad
no depende la suerte de sus conciudadanos.
Pero Shakespeare se reserva aun más sorpresas con estas dos
artes casi sublimes, compone a esta pareja con rasgos de ambigüedad
reveladores. Sus roles de hombre-mujer parecen intercambiarse con enorme
funcionalidad y ellos fluyen de uno a otro con sorprendente versatilidad. Es
otra de las brillantes percepciones de Shakespeare que no hacen más que ratificar,
a mi entender, que más que una pareja de dos individuos se trata de un nuevo
ser (una suerte de “organismo” hermafrodita) adaptado perfectamente a la única
función de acumular poder. No veo siquiera en ellos el erotismo al que suele
aludirse, ni placer sexual ni genitalidad, a mi modo de ver. Están erotizados
por el lujo y el poder. Punto.
Y por último, el asunto de la soberbia. Se creen
predestinados, invulnerables, intocables, dueños de toda razón y verdad. Aunque
sus estrategias de mentira y simulación los convierten en cínicos sinvergüenzas
más que en zonzos engreídos. Claro que hay que ser bastante bruto y
peripatético para creer a pie juntillas como lo hace Macbeth, que sólo perderá
el poder “cuando los árboles del bosque que rodea su castillo se acerquen
caminando”. Un cóctel perfecto entre imbecilidad y soberbia (¿serán la misma
cosa?), porque, como los hechos lo demuestran todo el tiempo, los árboles del
bosque siempre terminan viniendo a paso indetenible, aunque el rey no pueda
creerlo.
La reina de las brujas lo dice sin eufemismos: “Macbeth se
burlará de la muerte y su ambición pasará por encima del saber, de la virtud y
del miedo: el peor enemigo de los hombres es la confianza”. Pero avanzar
ciegamente, a raja cincha, despreciando lo evidente, creyendo que no va a morir
nunca, es la divisa que rige a la básica mente Macbeth. ¿Alguien puede dudar de
la extraordinaria sabiduría dramática de Shakespeare? ¿No deberían algunos
políticos leerlo un poco más concienzudamente?
Pero el verdadero asunto con Macbeth, al fin y al cabo, es
de naturaleza artística: ¿qué significa montar esta obra hoy, en Buenos Aires,
qué cuestiones de lenguaje escénico se ponen en juego, qué partido
escenográfico, iluminación y vestuario tomar? ¿Qué cuestiones de posicionamiento
o vanidades personales se juegan ante el medio y los estándares del mundillo
cultural? ¿Cómo pararse frente a la historia de los miles de Macbeth que nos
anteceden? En fin, dirigir Macbeth hoy es, se quiera o no, un hecho político
cultural, de múltiples sobredeterminaciones que “ensucian” la tarea. E implica
también lidiar con cierta desmesura artística y con complejos problemas
específicos de lenguaje escénico. Brujas, diosas de inframundo que se dejan
ver, fantasmas que llegan, se van y vuelven al ratito, dagas voladoras, bosques
andantes, ejércitos invasores, niños asesinados en escena. La materialidad
escénica que Shakespeare propone es complicada y muchos directores eligen el
camino de los enormes dispositivos escénicos, las escenografías acromegálicas y
una abundante tecnología aplicada a efectos especiales. Nunca tomaría ese
camino. Creo firmemente en que tampoco era el plan de Shakespeare. Confío en
que el camino para llegar al alma del espectador es el de la sencillez, la
austeridad, la fe en el relato, en el arte de los actores y en la deslumbrante
sabiduría escénica del autor teatral más popular y entretenido de la historia.
El viejo zorro inglés acaba de cumplir 450 años. Si miramos
alrededor, acá nomás, están las pruebas de que se conserva mejor que nunca.
* Director de Macbeth, el sueño de las brujas.
Fuente: DIARIO PERIL 24-5-2014
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